Del ingenioso hidalgo D. Martín de CataMancha

En un lugar de Catarroja, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco, pero sin galgo corredor. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años; era de complexión recia, de carnes generosas, de rostro aparentemente abstraído, y muy poco amigo de la caza y de espectáculos taurinos.

Es, pues, de saber que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso, que eran los más del año, se daba a leer libros de marxistas, con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de sus pasatiempos, y aun la administración de su hacienda; y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura para comprar libros de marxistas en que leer, y así, llevó a su casa todos cuantos pudo haber dellos.

Con estas razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por entenderlos y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara ni las entendiera el mesmo Aristóteles, si resucitara para sólo ello.

En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio; y así, del poco dormir y del mucho leer se le secó el celebro de manera, que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de ecosostenibilidad como de pendencias contra la oposición, batallas en los plenos, desafíos a los partidos de ultraderecha, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates peatonales imposibles; y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo.

Decía él que el Cid Ruy Díaz Valdoví había sido muy buen caballero diputado. En efeto, rematado ya su juicio, vino a dar en el más extraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo; y fue que le pareció convenible y necesario, así para el aumento de su honra, como para el servicio de su república, hacerse concejal andante, y irse por toda Catarroja con sus normativas y caballo a buscar las aventuras y a ejercitarse en todo aquello que él había leído que los concejales andantes se ejercitaban, deshaciendo todo género de agravio a ciclistas, y poniéndose en ocasiones y peligros donde, acabándolos, cobrase eterno nombre y fama. Como la defensa amurallada de los carriles bici, que presentaban batalla a los gigantes SUV que arengaban contra ellos.

Imaginábase el pobre ya coronado por el valor de su pluma, por lo menos, con una estatua en la plaza Llotgeta. Y así, con estos tan agradables pensamientos, llevado del extraño gusto que en ellos sentía, se dio priesa a poner en efeto lo que deseaba.

Un día, secó de un plumazo un estanque, soterrando con tierras lo que antaño era cobijo para aves acuáticas. Aves acuáticas de las que luego se desquitó pintándolas en paredes de hormigón bajo tierra, que es donde deben de estar.

Otrora rodeó de mudas cebollas lo que antaño eran aguas musicales que envolvían con su ritmo al maestro José Manuel Izquierdo.

Grandes y famosas batallas contra las plazas de aparcamiento gratuitas en el centro del pueblo llenaron la historia con su fama.

Acabó con el temible dragón del Secanet, del cual ya nunca más se supo. Y un hito especial por el que será recordado para siempre fue convertir en un laberinto las calles de Catarroja, creyéndose Dédalo, con el fin de confundir a los cíclopes SUV y a los minotauros todo terreno y aumentar las emisiones de CO2 obligando a los minotauros a recorrer enormes distancias para ir de un sitio a otro cercano, al tiempo que vendió esto como pacificación del tráfico. Se refería, sin duda, al tráfico de combustibles que se habrá incrementado como consecuencia de estas medidas. Ecosostenibilidad era la palabra que repetía sin sentido cuando se acercaban a él.

Cuando lo veáis por ahí, custodiado por su equipo de técnicos del ayuntamiento, vestido con su blanca armadura brillante al sol estival, no dudéis en haceros un selfie con él; rascadle un ápice de gloria que inmortalice el instante efímero del encuentro y publicadlo en las RR.SS. para que quede constancia en la eternidad que, un día, vosotros también conocisteis al ingenioso hidalgo D. Martín de Catamancha.


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