Vidas pendientes de un hilo

En aquella fatídica noche del 29 de octubre de 2024, no podíamos dar crédito a lo que estaba ocurriendo. Un enorme río de más de dos metros de profundidad, estaba recorriendo la avenida del Camí Real de Catarroja, en el número 90, a la altura del Mercadona, cercano a Albal. Su rugido era ensordecedor. Para los que habéis estado en una casa de campo o en algún pueblo por el que pase un rio de alta montaña, sabréis de lo que os estoy hablando. No era un paso suave de agua mansa. Por la velocidad a la que circulaban los coches que flotaban en su superficie, calculo que no sería menos de 10Km/h. Eso son unos tres o cuatro metros por segundo. Es decir, en cada segundo un coche avanzaba más o menos su longitud. Si multiplicamos por los 2.5m de altura que había sobre la calzada y los 16m de ancho que tendrá la avenida en ese punto, eso significa que por delante de casa pasaban, como mínimo, más de 100m3/s.

A esa velocidad, cualquier persona que hubiera pasado flotando en su superficie habría sido pasto de choques contra semáforos, farolas, contenedores o aplastamiento entre coches que se chocaban entre sí mientras descendían presurosos por la avenida. 

Según la OMS, cada día un ser humano necesita entre 50 y 100l de agua potable. En España, cada habitante consume al día una media de 133l. Y en la Comunitat Valenciana, una media de 150l/día. Es decir, que cada segundo, pasaban por delante de mi casa, el consumo diario de más de 750 personas. Es decir, que cada tres cuartos de minuto, pasaban por delante de casa el consumo diario de toda Catarroja, más de 30.000 habitantes. El fragor del sonido era ensordecedor y comparable al de un rio bravo de alta montaña.

Cuando ya el agua llegaba a más de metro y medio de altura, serían sobre las 20:11 de la noche, llegó un aviso del sistema de emergencias avisándonos en los siguientes términos.

Todo un sarcasmo que fue acogido, no sólo con la sorpresa de quien no se espera la notificación del sistema, que se había sido comenzado a probar hacía unas semanas, sino por una población sobresaltada por el desagradable sonido a bocina que acompañaba a la patética y tardía advertencia. Una amarga sensación de haber sido elegidos como protagonistas de una emergencia a la que nadie habría optado, pero a la que todos habíamos sido obligados a ser protagonistas.

Al igual que otros vecinos, nosotros, de vez en cuando, salíamos al balcón que tenemos en la casa para ver un poco cómo iba el desarrollo de la situación, tener una idea de cuál era la altura de la inundación, más o menos, y si seguía subiendo o ya comenzaba a bajar. 

Sería poco antes de las nueve de la noche cuando salimos otra vez al balcón, mi mujer y yo, a ver un poco cómo iba el espectáculo. Porque era realmente un espectáculo ver un río de más de 15 metros de ancho y 2 metros de profundidad moviendo en su fluir a furgonetas, coches, árboles... en fin era el atractivo de lo dantesco. Un espectáculo obsceno que hubiera preferido no haber visto nunca, dadas las consecuencias que posteriormente tendría el incidente.

Un rato antes, se ha había apagado todo el alumbrado público, aunque, sorprendentemente, todavía conservábamos la luz en casa. Veíamos la escena porque justamente enfrente había un supermercado a cuyos empleados, la riada les cogió de improviso y, la docena de personas que se refugiaron allí, recibieron órdenes de subir al primer piso donde estaban las oficinas para pasar la noche. Los últimos clientes ya salieron hacía rato con el agua por los tobillos.

Hacía unos pocos meses que acababan de poner unas placas solares y posiblemente disponían de algún sistema de alimentación con baterías. Así que tuvieron luz durante toda la noche del 29 al 30 de octubre, mientras el resto de la ciudad se mantenía en un silencio oscuro, ensordecido por el rio. Con esa luz que salía de las oficinas es como se iluminaba un trozo de calle de la Banda de l'Empastre y el tramo de rio que circulaba por delante de esas oficinas, en el antaño Camí Real, ahora convertido forzosamente en Río Real. 

En eso que, como la finca en la que vivimos hace esquina con la calle de Banda de l'Empastre, mi mujer se asomó a ver cómo estaba la situación en esta calle que cruza con esta venida. Allí abajo había un tapón de una docena y pico de coches junto con maleza compuesta fundamentalmente por cañas. Estaban todos arremolinados y golpeándose entre sí, por el movimiento de las aguas. Encima de una furgoneta grande blanca, aparcada en el lado de la acera de nuestra finca, había dos personas de pie. Al verlos allí, en la corriente de la calle, se sobresaltó, dio el grito de alarma. Me allegué a ver qué pasaba y, efectivamente, allí estaban, de pie, sin poder moverse de encima de la furgoneta. A toda velocidad nos dirigimos hacia las escaleras y las bajamos, no se si a zancadas o a saltos. En un momento, ya estábamos abajo, llamando al timbre del vecino del primer piso. Al abrirnos sobresaltado, le comentamos lo que habíamos estado viendo desde nuestro balcón y nos dirigimos a una de las habitaciones que dan a la calle de l'Empastre. Descorrimos las cortinas y levantamos la persiana. Allí estaban, encima de la furgoneta, cerca de la ventana, a una distancia que no podías cogerlos con las manos pero accesibles. No estaba lloviendo. De hecho, no había llovido nada en  todo el día, a pesar de que estábamos en aviso de emergencia por fuertes lluvias. Simplemente pasaba el agua, no había ninguna tempestad. 

Hablamos con ellos, estaban tranquilos y no eran muy conscientes de la gravedad de la situación en la que se encontraban. Decidimos rescatarles porque no era posible dejarles allí, a merced de la corriente de agua, pendientes de que en cualquier momento, el tapón de coches se rompiera y fueran llevados por al corriente a saber hasta donde.

Improvisé un plan que consistía en anudar sábanas entre sí para confeccionar una maroma que nos permitiera usarla a modo de cuerda con las que izarles hasta la casa. Le dije al vecino que cogiera alguna sábana. Me fui yo arriba a coger unas que tenemos grandes de la cama de matrimonio.

Vista la altura que nos separaba entre la parte de arriba del techo de la furgoneta y el primer piso, recordé que yo tenía una escalera de estas de tijera de dos o tres peldaños que se utilizan para subir a los altillos de casa y los armarios. La busqué y lo bajamos todo.

Anudamos las sábanas entre sí como se hace en las películas de fugas de presos. Comprobamos que los nudos estaban bien hechos, que no se iban a soltar cuando tuviéramos necesidad de estirar de las sábanas. Enrollamos las sábanas sobre sí mismas, para convertirlas atropelladamente en una especie como de maromas toscas. 

Como era una ventana corredera, tuvimos que sacar las hojas de las correderas, para ganar espacio de trabajo, dado que desplazarlas sólo permitía un espacio de unos 80cm de ancho para poder subirlos. Ese espacio impedía que hubieran varias personas izando a los ateridos chavales que miraban esperanzados hacia nosotros desde la oscuridad, encima del techo de la última furgoneta que quedaba por cubrir. 

Al final conseguimos sacar las hojas de la ventana, forzando hacia afuera, a pulso. Metimos las hojas dentro de casa y liberamos todo el hueco de la ventana por completo, para conseguir tener más espacio de trabajo.

Les pasamos la escalera de tijera, la abrieron y la extendieron encima del techo. Así, por lo menos, pudimos acceder a ellos y también ahorrarnos tres o cuatro peldaños de estirar en un intento de garantizar el éxito del rescate.

Así, el primero de los dos, subió a la escalera y se enganchó a esta maroma. Entonces nosotros empezamos a tirar de él a pulso. Tanto los hijos del vecino del primer piso, como los míos, estaban estirando desde atrás también y con la fuerza de todos pudimos levantarle a pulso. Eran personas de 25 o 30 años, corpulentas, vosotros podéis imaginar el peso que había que subir. Seguro que ambos sobrepasaban los 90Kg, cada uno. Además, llevaban la humedad de sus ropas mojadas con las que llevaban ya rato esperando.

Todavía no habíamos podido subir a casa al primero, cuando la luz de todas las viviendas se apagó, quedando ya todos a oscuras, a merced de la única iluminación que salía desde las oficinas del supermercado. La luz que nos había permitido verles y salvarles.

Mi hijo, el que estaba también estirando desde la ventana, le pasó a mi hija una linterna para emergencias, que llevaba en su bolsillo y que habíamos comprado a través de la multinacional de ventas cuya furgoneta gris, buceaba ahora debajo, en medio de un agua oscura y rugiente.

Mi hija encendió la linterna. Esa era la única luz que teníamos en casa en ese momento.

El segundo chaval que estaba todavía debajo, esperando al siguiente turno de rescate, luego nos comentó que tenía ya hipotermia, seguramente debido a las ropas mojadas que llevaba desde el comienzo de los hechos. En previsión de que no pudiera mantenerse agarrado a la maroma, se la enrolló a su brazo derecho y con el otro se agarró como pudo a la sábana. Se encaramó al último peldaño de la escalera de tijera de aluminio y con un pie se apoyó en el aro superior del marco de la escalerita para ayudarse a subir un poco más hacia nosotros. En ese impulso desesperado por sobrevivir, la escalera se volcó hacia adelante, sumergiéndose completamente en el hueco de la acera que todavía quedaba entre la furgoneta y el edificio. Al día siguiente la pudimos localizar retorcida entre los escombros sobrevivientes al flujo del agua.

Comenzamos a izarle también y finalmente conseguimos subirle. Todo fue grabado en vídeo por una vecina que estaba enfrente.

Nosotros no estábamos pendientes de lo que sucedía alrededor porque solo estábamos concentrados en sacarlos como pudiéramos de allí, y además contra reloj porque la situación era extrema. Posteriormente me comentaron mis hijos que, cuando retiramos a estas dos personas de la furgoneta, al no tener el peso de ambos, la furgoneta fue arrastrada por la corriente. 

La situación realmente fue dramática y urgente. Por cuestión de segundos pudimos recuperar a los dos. Un poco más que nos hubiéramos retrasado y el relato de este suceso habría sido muy diferente. Ya en casa estaban los dos ateridos de frío, porque ellos habían venido con la corriente inicial cuando les venía por la cintura.

El travesaño horizontal del marco de la ventana que servía de corredera a las hojas que habíamos retirado era de aluminio y, aunque no estaba afilado, actuaba de facto como un cuchillo bajo el peso de los rescatados en las sábanas mientras tirábamos de ellos. Nuestras manos sangraban y goteaban sangre sobre el suelo de la vivienda sin que nos hubiéramos dado cuenta. Nos dirigimos a la cocina a curamos los cortes en las manos. En mi caso, se produjeron dos cortes serios en la mano derecha y uno en el pulgar de la izquierda. Tardaron casi un mes en sanar. Dos meses después, todavía tengo un par de señales en el pulgar de la mano izquierda.

La señora de la casa ofreció ropa seca del marido o de los hijos, a los invitados para cambiarse y puso su ropa húmeda en una bolsa de plástico. Ya un poco recuperados, nos contaron que salido para intentar salvar el coche según se lo había pedido su padre. Eran familiares; primos entre sí. Yendo por la calle Francisco Llorens tras haber dejado el coche aparcado, giraron hacia Banda de l'Empastre ya con el agua por la cintura en un intento de dirigirse hacia su casa. Intentando buscar refugio, habían intentado entrar en un portal, pero no les dejaron. Entraron en otro y, ya dentro, la puerta de acceso a las escaleras para subir y escapar de la riada, eran de pánico, de las de metal que se abren solo hacia afuera al presionar una barra horizontal por detrás. La presión del agua externa que estaba entrando por esa puerta desde el portal no les dejó abrirla. No pudieron entrar. Ya con agua por el pecho, salieron del portal a la desesperada, a pesar de que al subir el nivel, el agua seguía entrando. Menos mal que lo hicieron en ese momento porque instantes después, cuando salieron del portal y empezaron a encaramarse al tapón que se había formado de coches, la parte inferior de la puerta venció por la acción de la presión de agua e implosionó hacia las escaleras que daban al garaje de dos pisos sobre el que se erguía la finca. De haber estado ellos en el portal, la corriente de agua y lodo que comenzó a desplazarse escaleras abajo, golpeando salvajemente en casa giro de la escalera, les habría succionado hacia las profundidades de la finca, hacia la oscuridad del túmulo en el que se habría convertido aquel garaje para ellos.

Mientras tanto, de un coche pasaron a una furgoneta de reparto de las que usa una multinacional de ventas que tiene nombre de rio. Y de allí saltaron a la furgoneta blanca, que era más grande todavía. Ya pasaba un palmo de agua por encima del techo de esta furgoneta de reparto cuando les vimos, de pie, ateridos de frío, encima de la furgoneta blanca. 

Historias paralelas

Mientras en la avenida Rambleta, a eso de las 18:50, comenzaba a rebosar el agua por encima de la plaza que da a la iglesia de María, madre de la Iglesia; avanzando diabólicamente hacia la capilla de adoración eucarística perpetua con la intención de devorar al Santísimo, que se encontraba en un sagrario a una altura donde seguro que habría sido lamido por las aguas; la gente que huía con sus coches de la inundación que ya había comenzado en la parte del barranco. Huyendo, se dirigían hacia Albal, pero el agua que provenía de la avenida Rambleta, ya pasaba por su cauce natural en la rambla que separa Albal de Catarroja. El agua ya subía lo suficiente como para que el tráfico estuviera parado y ya no se atreviese a cruzar la rambla de Pelayo. 

Una señora que había sido operada del pie, hacía un par de meses y que había venido de rehabilitación a Catarroja, estaba dentro del coche aparcado en la calle de la Banda de l'Empastre; esperando que acampara todo aquello, porque pensaba que eso pasaría rápido, porque nadie se hacía una idea de la magnitud de lo que iba a venir.

Y esperando, a la señora le entraron bastantes ganas de orinar, así que, cojeando, se fue a un kebab cercano a orinar. Al volver, ya subía el nivel del agua de tal manera que ya no le dio tiempo a llegar al coche y se refugió en nuestro portal que tenía dos o tres escalones antes de llegar a la puerta de la calle. Allí estuvo aguantando la señora como pudo hasta que vio que el nivel no paraba de crecer de una manera rápida y alarmante. En su desesperación e impotencia, llamó urgentemente a los timbres para que le dejáramos pasar y junto con ella también se metió otro hombre que pasaba por allí, que luego nos contó que vio pasar los dos coches que tenía delante de él arrastrados por la corriente del flujo de agua.

Total que aquella noche en nuestra finca durmieron cuatro personas, es decir, la señora que estaba recién operada, el transeúnte que se refugió en nuestro portal y los dos que salvamos por la ventana. 

Epílogo

Durante esa noche, los dos salvados que durmieron en mi casa no pudieron dormir del estado de nervios que llevaban. A eso de las tres y pico de la mañana, asomados al balcón, vieron que el nivel de las aguas ya había descendido hasta unos dos palmos más o menos, por lo que decidieron salir y arriesgarse a llegar a sus casas. Nos despedimos y ya no volvimos a verles hasta varias semanas después.

Al día siguiente, cuando ya se habían ido todos, cada uno a su casa, como pudieron, andando en medio de calles llenas de lodo y humedad; nosotros comenzamos a intentar poner un poco de orden a la casa. Desanudando las sábanas para volver a ponerlas en el sitio,  fue cuando realmente a mí me temblaron las piernas, porque una de las sábanas que utilizamos para levantar a estas dos personas del techo de la furgoneta tenía una rotura de más de un palmo. Es decir, si se hubiera ampliado esa rotura; si se hubiese roto algún hilo más y no hubiera aguantado la sábana; si se hubiera rasgado, la persona hubiera caído al torrente y el torrente se le habría llevado, con las consecuencias que esto tiene. Es decir, literalmente, su vida pendió de un hilo.

Si se hubiese roto el travesaño de la parte de abajo de las correderas con el cristal, pues posiblemente se habrían cortado también y habrían caído. Aguantó el travesaño; aguantó la sábana reconvertida en maroma; aguantó la furgoneta milagrosamente en su sitio sin moverse, cuando todos los coches que había alrededor de ellos se movían hacia abajo impulsados por la corriente; ellos se fiaron de nosotros; aguantaron ellos el pulso; aguantamos nosotros la fuerza para poder levantarlos y lo hicimos.

La verdad es que cuando uno piensa en todos los pequeños detalles que se unieron para poder salvar a estas dos personas es cuando uno se da cuenta de la fragilidad en la que vivimos y de que la probabilidad de que pudiéramos haberlo salvado era ridícula. Sin embargo, ni lo pensamos. Nos tiramos a la arena y el resultado es que estas dos personas hoy en día viven. Si nos lo llegamos a pensar, no lo habríamos hecho, pero si no lo hubiéramos hecho, tal vez ellos hoy no estarían para contarlo.

Parafraseando a S. Agustín de Hipona, uno tiene que hacer lo que pueda, cuando pueda y como pueda, actuando como si todo dependiera de uno, sabiendo que en el fondo, todo está en manos de Dios. Ciertamente, si algo es esta es la crónica, es un relato épico en el que los ángeles de la guarda nos ayudaron ese día a poder rescatar a los salvados.

Comentarios